No blasfemes, oh poeta, y recuérdalo siempre:
La mujer es deseable, tirársela está bien.
Aunque obeso es su trasero la prestigia bastante
Y yo lo he saboreado alguna vez.
Ese trasero y los pechos, qué refugio amoroso,
De rodillas la abrazo y lamo su rajita
Mientras mis dedos hurgan el anillo de atrás…
Y los hermosos pechos, impúdicamente perezosos.
Y desde ese trasero, sobre todo en la cama
sirve como almohadón, o resorte eficaz
para que el hombre penetre en lo más hondo
del vientre de la mujer que ama.
Allí mis manos, también mis brazos y mis pies
se apaciguan: tanta frescura y redondez elástica
son un sagrario apetecible donde el deseo renace
fugaz y solapado, prometiendo juveniles proezas.
Pero, ¿cómo comparar ese trasero bonachón,
ese trasero rechoncho, más práctico que voluptuoso
con el hombre, flor de alegría y estética,
y proclamarlo vencedor?
“Eso está mal”, ha dicho el amor. Y la voz de la historia:
“Trasero del hombre, alto honor de la Hélade y divino
adorno de la Roma verdadera, y aun más divino
en Sodoma, muerta y martirizada por tu gloria.”
Shakespeare olvida pronto la gracia femenina
de Ofelia, de Cordería y de Desdémona para cantar
en versos magníficos que un tonto ha denigrado,
del cuerpo masculino su triunfo celestial.
Los Valois enloquecían por los machos, y en nuestra era
la aburguesada y femenina Europa a su pesar admira
al rey Luís de Baviera, ese rey virgen cuyo corazón
solamente por los hombres palpita.
La carne, también la carne de la mujer proclama
el trasero, el pene, el torso y el ojo del arrogante Casto.
Por todo ello, oh poeta, ya lo ha dicho Rousseau,
Es necesario a veces apartar a la dama.
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