Las gotas de lluvia se
deslizaban por mi cara llevándose con ellas todo aquello que me había hecho
sufrir durante semanas. Todo se había complicado, parecía haber sido solo un
sueño; quizá la fue y todo mi ser, simplemente decidió vivirlo como algo real.
Caminaba sin dejar de pensar en aquella mañana, esa en la que los susurros se
convirtieron en mucho más.
Era tarde, un malentendido había hecho que ambos estuviéramos en
lugares diferentes cuando deberíamos estar en el mismo. Estaba nerviosa, no
podía controlar el temblor que me atenazaba; necesitaba que aquello saliera
bien, no haberme equivocado y haber encontrado lo que tanto tiempo llevaba
buscando. Pude verle antes de que lo hiciera él, solo un paso de cebra nos
separaba y mientras esperaba a poder cruzar, él se dio la vuelta y nuestras
miradas se encontraron. Pude sentir cómo el mundo desaparecía a mi alrededor y
mis ojos no pudieron evitar mirar al suelo. El rubor se desbordaba en mi rostro
y abrumaba el resto de mi cuerpo hasta el punto de estremecerme. Debí quedarme
paralizada porque fue él quien se dirigió hacia mí. Con un protocolario beso y
su mano sobre mi hombro escuché como susurraba: "¡Qué carita de frío! Vamos a tomar algo a un lugar donde puedas entrar
en calor". Aunque mi carita reflejara el frío del invierno, solo su
presencia frente a mí había conseguido que entrara en calor. Elegimos la
primera cafetería que vimos aún atestada de gente. El olor a café hizo que me
sintiera como en casa y su mirada al preguntarme qué quería tomar, hizo que esa
casa se convirtiera en hogar.
¿Cómo era posible? Era la primera vez que nos veíamos y un
escalofrío alejado de las frescas temperaturas me recorría sin dejar ningún
rincón de mi cuerpo excluido de aquella sensación tan placentera. El sonido a
nuestro alrededor era atronador pero yo solo le veía y le escuchaba a él.
Hablaba entra susurros, pero la fuerza de su mirada que no dejaba de
penetrarme, hacía que pudiera oír cada una de sus palabras; no sin alejarme de
allí e imaginarnos en cualquier otro sitio. Solos. Nosotros. Sin nadie más.
Pude sentir cómo su preciosa mano se acercaba a mi mejilla y me acariciaban con
suavidad —o quizá eran sus palabras quienes lo hacían—. Mi cuerpo se estremeció
y mi sexo se aceleró mientras no pude evitar morder mi labio inferior. Llevé un
par de dedos a mi labio, recorriéndolo e intentar disimular así aún no sé
muy bien el qué. Su mano, que aún sentía en mi mejilla, descendió por mi cuello
y mis pezones se endurecieron mientras mi rostro luchaba por disimular la
expresión de deseo incontrolable por todas aquellas emociones que me recorrían.
Se levantó y fue a la barra, donde pude observarle en toda su plenitud.
No era perfección; era mucho más.
No era físico; era excelencia.
No era capaz de saber qué ocurría, no podía descifrar aquel
diálogo mudo entre nosotros. Cuando volví a tenerlo sentado frente a mí, su
mano ya estaba en la curva de mis caderas y la humedad entre mis piernas
llevaba su nombre. Me agité nerviosa en mi asiento sin querer evitar que todas
las imágenes que se sucedían por mi mente desaparecieran. Sentí cómo esa mirada
que me penetraba se introducía entre mis labios mientras mis piernas querían
aprehenderla allí. Dentro de mí, como si fuera su sexo quien se introdujera
duro y tenaz; sin pedir permiso, quizá porque sabía que no lo necesitaba.
Intentaba escuchar lo que me decía, pero cada detalle, cada expresión corporal
se convertía en una escena entre nosotros alejada de la realidad. Decidí no
resistirme más y me dejé llevar. Lo imaginé sobre mí, deslizando sus manos
sobre mi cuerpo desnudo y mi piel erizada por él; la expresión de mi carita
pasó de ángel a demonio, de rosa a rojo pasión, de diálogo a hecho.
—¿Estás bien? Si no estás de acuerdo puedes decírmelo, no hay
problema —comentó sin imaginar con lo que realmente no estaba de acuerdo.
—Sí, tranquilo, no hay problema. Me parece bien. —No sabía qué
era lo que me parecía bien, pero cualquier cosa que viniera de él me parecería
excelente.
Intenté volver a nuestra conversación, arrancarlo de mi
interior, de lo más profundo de mi persona... pero ya se había introducido en
mi alma. Aquella noche no pude dormir, soñé con él, con su alma, con nuestros
cuerpos desnudos y abrazados siendo un solo ser. ¿Cómo un solo encuentro, un
diálogo mudo y una profunda mirada me habían azorado tanto? Solo el tiempo
podría contestarme... Seguí caminando bajo la lluvia, recordando,
estremeciéndome con aquella tarde, deseando que no hubiera sido ficción y que
él sintiera lo mismo.
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