Seguramente ya lo sabes: hace unos días Trump anunció que Estados Unidos está fuera del Acuerdo de París, un esfuerzo global que 195 países habían firmado en 2015, comprometiéndose a reducir la emisión de gases de efecto invernadero entre un 26 y 28% hasta el año 2025. Y es que no sólo se trata del medio ambiente: la energía limpia funciona como uno de los mayores motores para la economía. Hacerla a un lado es desperdiciar dinero.
En la práctica, cambia lo siguiente. Para reducir las emisiones de estos gases en tu país en un 25%, como lo manda el acuerdo, tú, gobernante, debes ofrecer estímulos para que se sustituya la utilización de combustibles fósiles por alternativas limpias. Básicamente, estos estímulos consisten en subsidios para aquellos productores de energía solar, eólica, hidroeléctrica. Si una empresa produce energía limpia paga menos impuestos. En palabras más simples, se trata de canalizar el dinero público para reducir las emisiones de dióxido de carbono.
Todos los países del mundo estuvieron de acuerdo en emprender este proyecto – los únicos que quedaron fuera del acuerdo son Siria, que no fue invitada a la conferencia en París debido al gobierno de Assad, y Nicaragua, que exigía una reducción mucho mayor de las emisiones (y no firmó como una forma de protesta). Como Siria hubiera firmado si hubiera sido convocada al baile y teniendo a una Nicaragua radicalizada contra las emisiones, Estados Unidos está solo en este escenario global.
Trump mostró el cartel de “al demonio todos”. Y no sólo lo hizo con el resto del mundo, sino también con los ciudadanos que gobierna. Después de todo, su actitud no solo representa una amenaza para el futuro climático de nuestro planeta. Es también una pésima señal para la propia economía estadounidense.
Esto se debe a que el ambiente económico de la energía limpia es mucho más complicado que el de la energía sucia. Entre más “compleja” es una economía, mayor es la variedad de productos y servicios que puede ofrecer.
Economía compleja.
Tan sólo en aviones, Estados Unidos exporta el equivalente a US$ 6,500 millones al año. Básicamente, un avión mueve múltiples ramos de la economía, pues para construirlo se necesita desde el caucho en las llantas del tren de aterrizaje hasta el software en la cabina de control. Ahora imagina una economía muy simple, cuyo principal producto de exportación es el azúcar. Una tonelada de azúcar básicamente no mueve nada. Las economías complejas producen paneles solares, aviones y automóviles. Las economías simples se limitan a producir soya, azúcar, petróleo, carbón, etc.
Entonces, esta reducción forzada en las emisiones de gases de efecto invernadero viene funcionando como un “complicador” de las economías. Por ejemplo, un sistema que emplea paneles solares instalados en los techos de las viviendas para alimentar la red eléctrica involucra más elementos que un sistema de distribución de energía centralizado en una planta a base de carbón – y varias ciudades en los Estados Unidos han seguido el primer modelo, donde los consumidores venden su excedente de energía solar a la red eléctrica.
Lo más irónico es que Estados Unidos se enriqueció por el propio concepto de economía compleja. En el siglo XVII, cuando la mayoría de los países en Latinoamérica producían materia prima para los países que los colonizaron, enriqueciendo a unos pocos, las colonias británicas que originaron a los Estados Unidos estaban produciendo embarcaciones para exportación. Y enriquecían a miles de colonos, ya que incluso un barco mueve más la economía que una tonelada de azúcar. Por eso, Estados Unidos llegó a ser la potencia que es en la actualidad, y Latinoamérica se quedó en el atraso.
Al darle una patada en el trasero a la energía limpia, Trump tiró en el bote de la basura la propia historia de los Estados Unidos. Y puso a su país en un camino que los latinoamericanos conocemos muy bien: el del atraso, el de la concentración de la riqueza, el de la estupidez. El camino de la mediocridad.
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