Una de las leyendas clásicas más apasionantes de México, es sin duda ésta cuyos hechos se desarrollaron en la muy leal, noble y aurífera ciudad de San Luis Potosí.
Desde su fundación ha sido un lugar de población numerosa, porque a raíz del descubrimiento de las minas de San Pedro muchos buscadores de oro llegaron atraídos por tal acontecimiento. Era una abigarrada población en la que había personas de todas clases socioeconómicas, pero se distinguían básicamente dos: los patrones de hacienda y los peones, servidores, que a veces llegaban a ser esclavos.
Desde su fundación ha sido un lugar de población numerosa, porque a raíz del descubrimiento de las minas de San Pedro muchos buscadores de oro llegaron atraídos por tal acontecimiento. Era una abigarrada población en la que había personas de todas clases socioeconómicas, pero se distinguían básicamente dos: los patrones de hacienda y los peones, servidores, que a veces llegaban a ser esclavos.
En el sitio que hoy ocupa el magnífico edificio Ipiña había un pequeño manantial; como el agua ha sido en San Luis un líquido muy preciado, alrededor de dicho manantial germinó una enorme huerta, donde se erigieron diversas construcciones coloniales: cuartos amplios, alta techumbre, corredores. Una de esas casas precisamente se destinó para recluir, aunque de manera provisional, a las personas que tenían la desventura de caer en manos de los inquisidores donde eran interrogados, torturados y por fin recibían la sentencia que les aplicaban por herejía, lectura de libros prohibidos, prácticas de sectas religiosas y hechicería.
Una mujer de muchas agallas, conocida como La Maltos, tuvo su residencia oficial en la casa que acabamos de referir. Se decía que dicha mujer practicaba la brujería, espiritismo, magia negra y otras costumbres que hoy no son perseguidas. Por paradójico que parezca, La Maltos llegó a obtener mando de inquisidora lo que en aquellos tiempos significaba tener mucho poder, tanto, que a cualquier persona que esta mujer quisiera perjudicar, bastaba que la acusara de alguno de esos delitos tan perseguidos para hundirla, ya que sin más investigación, se le aplicaba tormento y muchas veces era deportado o se le mataba en las mazmorras de dicho edificio; es decir, como también ocurría con la Inquisición en la capital.
El solo nombre de La Maltos infundía pavor, pues interrogaba a los reos con lujo de crueldad y gustaba de sacrificar personalmente a sus víctimas. Como además sabía malas artes, decían que tenía pacto con Satanás; en fin, era una mujer diabólica. Por todo eso la gente le temía, aún los políticos y personas de renombre, quienes preferían tener amistad con ella en lugar de tenerla como enemiga, porque ya fuera en forma de acusación o por sus brujerías, estaba en condiciones de perjudicar a quienes ella quisiera.
Se dice que hacía aparecer en el interior de sus aposentos caballos negros, perros descomunales y hasta lobos, así como carretas tiradas por caballos. Se cuenta que solía salir por las calles de la ciudad a horas altas de la noche en un carro tirado por dos briosos caballos, lo cual hacía de la siguiente manera: en el muro de su habitación dibujaba un coche tirado por dos enormes caballos negros, se colocaba en el supuesto asiento delantero empuñando simuladamente las riendas, pronunciaba unas palabras cabalísticas y ordenaba a los caballos arrancar; entonces cobraban vida, carruaje y corceles, mismos que en forma estrepitosa salían a rodar por las empedradas calles de la ciudad, sacando enormes chispas de fuego: recorría los caminos envuelta en llamas y la gente decía santiguándose: "Allí va La Maltos, la mujer infernal, la bruja".
Sus fechorías no tenían freno, a tal grado que se complacía en destruir a altas personalidades. Al fin La Maltos cometió un error grave de funestas consecuencias; ocurrió que se extralimitó en una ocasión al sacrificar a dos personas de mucha influencia política y económica.
Una mujer de muchas agallas, conocida como La Maltos, tuvo su residencia oficial en la casa que acabamos de referir. Se decía que dicha mujer practicaba la brujería, espiritismo, magia negra y otras costumbres que hoy no son perseguidas. Por paradójico que parezca, La Maltos llegó a obtener mando de inquisidora lo que en aquellos tiempos significaba tener mucho poder, tanto, que a cualquier persona que esta mujer quisiera perjudicar, bastaba que la acusara de alguno de esos delitos tan perseguidos para hundirla, ya que sin más investigación, se le aplicaba tormento y muchas veces era deportado o se le mataba en las mazmorras de dicho edificio; es decir, como también ocurría con la Inquisición en la capital.
El solo nombre de La Maltos infundía pavor, pues interrogaba a los reos con lujo de crueldad y gustaba de sacrificar personalmente a sus víctimas. Como además sabía malas artes, decían que tenía pacto con Satanás; en fin, era una mujer diabólica. Por todo eso la gente le temía, aún los políticos y personas de renombre, quienes preferían tener amistad con ella en lugar de tenerla como enemiga, porque ya fuera en forma de acusación o por sus brujerías, estaba en condiciones de perjudicar a quienes ella quisiera.
Se dice que hacía aparecer en el interior de sus aposentos caballos negros, perros descomunales y hasta lobos, así como carretas tiradas por caballos. Se cuenta que solía salir por las calles de la ciudad a horas altas de la noche en un carro tirado por dos briosos caballos, lo cual hacía de la siguiente manera: en el muro de su habitación dibujaba un coche tirado por dos enormes caballos negros, se colocaba en el supuesto asiento delantero empuñando simuladamente las riendas, pronunciaba unas palabras cabalísticas y ordenaba a los caballos arrancar; entonces cobraban vida, carruaje y corceles, mismos que en forma estrepitosa salían a rodar por las empedradas calles de la ciudad, sacando enormes chispas de fuego: recorría los caminos envuelta en llamas y la gente decía santiguándose: "Allí va La Maltos, la mujer infernal, la bruja".
Sus fechorías no tenían freno, a tal grado que se complacía en destruir a altas personalidades. Al fin La Maltos cometió un error grave de funestas consecuencias; ocurrió que se extralimitó en una ocasión al sacrificar a dos personas de mucha influencia política y económica.
Entonces el alto mando inquisidor dio orden de arrestarla y enviarla a presidio a la Ciudad de México. La policía rodeó la casa donde vivía La Maltos, las autoridades entraron a capturarla, nada podía hacer que escapara de aquella sentencia; entonces se refugió en el último reducto que era su amplia habitación; pero hasta allí llegó un jefe de la policía acompañado de dos subalternos; la inquisidora destronada no tuvo más remedio que entregarse humildemente diciendo:
- Ha llegado la hora de perder, no puedo resistirme ante la fatalidad, aunque mis poderes no se han menguado, pues cuento con facultades que me han otorgado los dioses y está en mi mano destruirlos en este momento, si así fuesen mis deseos; no obstante debo obedecer los mandatos de fuerzas superiores y me entrego a vosotros. ¿Puedo pedirles un último favor, una gracia? Al ver la tranquilidad de la reo, quedaron asombrados los hombres que iban con la misión de aprehenderla y el Jefe de Policía contestó:
- No es culpa nuestra, nosotros sólo obedecemos órdenes superiores y créame que en estos momentos quisiera no ser yo el que ejecutase esta orden: mas me ha tocado en suerte venir a realizar algo que no quisiera, presentarla ante la justicia mayor, para que sin duda se cumpla la sentencia a la que habéis sido acreedora.
- Nada temáis y no os preocupéis por mí; no cobraré venganza contra vosotros, pero ¡ay del que haya sido causante de mi mal! Tendrá que arrepentirse mil veces; en fin, llevad a cabo vuestra tarea; el tiempo apremia. Mas cumplidme sólo éste último deseo: quiero dejar aquí, en éste salón, un recuerdo imperecedero; haré un hermoso dibujo.
La hechicera, con el dedo índice de la mano derecha, trazó en la pared primero los contornos de una carroza, luego las ruedas, la portezuela y dos grifos gigantescos que la jalaban; al conjuro de unas palabras cabalísticas, la carroza parecía moverse.
Sonriendo, La Maltos volteo hacia sus aprehensores diciéndoles: "Os invito a que viajéis conmigo por lo ancho y largo de los continentes conocidos". Ante la mirada estupefacta de los hombres armados, que permanecían como clavados en el piso, subió ágilmente y la carroza se fue perdiendo en un horizonte sin límites.
Salieron despavoridos el jefe policiaco y sus ayudantes a narrar lo acontecido pero, por supuesto, nadie les creyó. Lo cierto es que nunca más se volvió a saber de La Maltos.
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